La cultura de la ilegalidad

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Por Cristina Plazas

Hace varios años, coincidí en un almuerzo con un reconocido político del departamento del Cesar. Aunque en ese momento no estaba involucrada en política, sentía curiosidad y empezaba a despertar mi interés. Sin embargo, ese almuerzo resultó ser una gran desilusión. El político expuso abiertamente que muchos ciudadanos de su departamento respaldaban a los políticos que más robaban, ya que creían que esto les proporcionaba más recursos para repartir.

Años más tarde, por cuestiones de trabajo, conocí al hijo de una pareja condenada por corrupción y otros delitos. Me impactó escucharlo hablar y ver cómo se comportaba con una actitud de superioridad. Parecía creerse el dueño del universo y afirmaba que podía solucionar cualquier problema relacionado con la alcaldía de su ciudad. Aunque desconozco si realmente cobraba sobornos, era evidente que conseguía lo que quería. En varias ocasiones reflexioné sobre la vida de ese joven. Me pregunté si era culpable por no regirse por la ley, la ética y los valores, considerando que desde pequeño había escuchado a sus padres hablar de negocios, corrupción y contratos turbios en la mesa de la comida. Entendía que no era fácil escapar de esa influencia a pesar de tener libre albedrío. Me inquietaba encontrar la manera de lograr que los hijos de políticos corruptos pudieran romper con esas costumbres arraigadas.

Recientemente, una amiga me llamó para informarme sobre una situación que estaba ocurriendo en un colegio prestigioso de Bogotá. Estaba indignada porque, durante las elecciones del consejo estudiantil, los jóvenes estaban gastando grandes sumas de dinero y llevando a cabo prácticas poco éticas. El origen de esos recursos provenía de los padres de los estudiantes, quienes fomentaban y respaldaban estas prácticas.

Relato estas tres experiencias para referirme a lo sucedido esta semana en Córdoba con el recibimiento que se le dio al condenado por corrupción Ñoño Elías, quien fue recibido como el Mesías. Estas historias que relato no difieren mucho de la vida de Bernardo y su pueblo.

¿Por qué nos sorprende esta situación cuando en nuestro país la normalización de la corrupción, la falta de una cultura de rendición de cuentas y la debilidad de las instituciones encargadas de combatirla son una realidad? Aquí no existe un control social efectivo y la cultura de la ilegalidad se ha convertido en algo común; lo que solía ser considerado patológico ahora se ha vuelto normalizado.

Más allá de este lamentable suceso, es importante analizar porqué se ha arraigado la cultura del “todo vale” y la ilegalidad en nuestro país.

¿Cómo podemos lograr un cambio para que los padres sean buenos ejemplos para sus hijos y los ciudadanos voten por personas honestas en lugar de aquellos que prometen más para repartir? ¿Qué podemos hacer para romper con las cadenas de la cultura de la ilegalidad que ha permeado en muchas familias y comenzar de nuevo?

En cada campaña política se habla de acabar con la corrupción y capturar a los delincuentes, pero lamentablemente estas promesas rara vez se cumplen, ya que aquellos que llegan al poder están comprometidos con los corruptos.

Sin embargo, el problema de fondo es otro. ¿Qué estamos haciendo como país para enseñar desde la primera infancia una cultura ciudadana, respeto, valores y ética? ¿Por qué no se promueven mesas de trabajo para reflexionar sobre estos temas? ¿Dónde están los líderes educativos que propongan estrategias para formar estudiantes y profesionales honestos, comprometidos con el bien común?

Si no nos enfocamos en estos aspectos, la corrupción continuará socavando al país. Es imperativo que nos volquemos hacia estos temas y trabajemos juntos para construir una sociedad basada en la integridad y el bienestar colectivo.

Hace varios años, coincidí en un almuerzo con un reconocido político del departamento del Cesar. Aunque en ese momento no estaba involucrada en política, sentía curiosidad y empezaba a despertar mi interés. Sin embargo, ese almuerzo resultó ser una gran desilusión. El político expuso abiertamente que muchos ciudadanos de su departamento respaldaban a los políticos que más robaban, ya que creían que esto les proporcionaba más recursos para repartir. Aunque no afirmó personalmente estar involucrado en esas prácticas, era evidente que su popularidad se debía en parte a esta situación. Esta frase se quedó grabada en mi memoria y con el tiempo me di cuenta de que no era solo una anécdota, sino una realidad que se vivía en todos los rincones del país.

Años más tarde, por cuestiones de trabajo, conocí al hijo de una pareja condenada por corrupción y otros delitos. Me impactó escucharlo hablar y ver cómo se comportaba con una actitud de superioridad. Parecía creerse el dueño del universo y afirmaba que podía solucionar cualquier problema relacionado con la alcaldía de su ciudad. Aunque desconozco si realmente cobraba sobornos, era evidente que conseguía lo que quería. En varias ocasiones reflexioné sobre la vida de ese joven. Me pregunté si era culpable por no regirse por la ley, la ética y los valores. Siempre me preguntaba cómo podría ser diferente, considerando que desde pequeño había escuchado a sus padres hablar de negocios, corrupción y contratos turbios en la mesa de la comida. Entendía que no era fácil escapar de esa influencia a pesar de tener libre albedrío. Me inquietaba encontrar la manera de lograr que los hijos de políticos corruptos pudieran romper con esas costumbres arraigadas, considerando que han crecido inmersos en ellas.

Recientemente, una amiga me llamó para informarme sobre una situación que estaba ocurriendo en un colegio prestigioso de Bogotá. Estaba indignada porque, durante las elecciones del consejo estudiantil, los jóvenes estaban gastando grandes sumas de dinero y llevando a cabo prácticas poco éticas. El origen de esos recursos provenía de los padres de los estudiantes, quienes fomentaban y respaldaban estas prácticas.

Relato estas tres experiencias para referirme a lo sucedido esta semana en Córdoba con el recibimiento que se le dio al condenado por corrupción Ñoño Elías, quien fue recibido como el mesías. Estas historias que relato no difieren mucho de la vida de Bernardo y su pueblo.

¿Por qué nos sorprende esta situación cuando en nuestro país la normalización de la corrupción, la falta de una cultura de rendición de cuentas y la debilidad de las instituciones encargadas de combatirla son una realidad? Aquí no existe un control social efectivo y la cultura de la ilegalidad se ha convertido en algo común; lo que solía ser considerado patológico ahora se ha vuelto normalizado.

Más allá de este lamentable suceso, es importante analizar porqué se ha arraigado la cultura del “todo vale” y la ilegalidad en nuestro país.

¿Cómo podemos lograr un cambio para que los padres sean buenos ejemplos para sus hijos y los ciudadanos voten por personas honestas en lugar de aquellos que prometen más para repartir? ¿Qué podemos hacer para romper con las cadenas de la cultura de la ilegalidad que ha permeado en muchas familias y comenzar de nuevo?

En cada campaña política se habla de acabar con la corrupción y capturar a los delincuentes, pero lamentablemente estas promesas rara vez se cumplen, ya que aquellos que llegan al poder están comprometidos con los corruptos.

Sin embargo, el problema de fondo es otro. ¿Qué estamos haciendo como país para enseñar desde la primera infancia una cultura ciudadana, respeto, valores y ética? ¿Por qué no se promueven mesas de trabajo para reflexionar sobre estos temas? ¿Dónde están los líderes educativos que propongan estrategias para formar estudiantes y profesionales honestos, comprometidos con el bien común?

Si no nos enfocamos en estos aspectos, la corrupción continuará socavando al país. Es imperativo que nos volquemos hacia estos temas y trabajemos juntos para construir una sociedad basada en la integridad y el bienestar colectivo.

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