Una nueva realidad

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Por: Rinys Granados 

Santa Marta, radiante, llena de vida y alegría en cada calle. La gente que adorna esta hermosa ciudad con risas, bailes y cuentos de los viejos que se sientan en las esquinas a jugar dominó, o las señoras que se sientan todas las tardes sin falta en una mecedora en la terraza que esperan para saludar a todo el que pasa. Una ciudad, rodeada de aguas cristalinas, con un inmenso e interminable océano, interminable como su belleza, o pura como sus ríos de agua fría en la que se encuentran sumergidos o tallados en las piedras de las montañas la historia de nuestros ancestros. Sus lugares mágicos y escondidos permiten soñar y transportarnos a un mundo único, donde la imaginación es nuestro único límite.

La ciudad, tiene 496 años y a pesar de sus maravillas, lo hermoso y acogedor que puede sonar, no todo pinta tan bien. No somos una ciudad tan avanzada, los cientos de años que llevamos no han servido de mucho, puesto que aún seguimos en el pasado. Vivimos en una guerra de ego y poder por parte de nuestros mandatarios que poco a poco nos llevan a la desgracia y vergüenza social. La llegada del COVID-19, fue el detonante de una crisis económica, sanitaria y social que nadie esperaba y afectó a miles de personas o  a casi toda la ciudad. Fue necesario una pandemia para hacer notorio todo lo que nuestro país y ciudad necesitaba, fue necesario el caos para encontrar un poco de calma. Hoy a casi dos años de la pandemia, la nueva realidad a lo que nos enfrentamos es otra.

6 de marzo del 2020.

Se confirma el primer caso de COVID-19 en Colombia, recuerdo ese día con mucha exactitud. Estaba en clase y recuerdo leer la noticia con algunos compañeros, pero ninguno de ellos se alarmó o noté preocupación en sus rostros. Recuerdo llegar a casa, y comentarle a mi padre lo que estaba sucediendo y su reacción fue la misma, de mucha tranquilidad y escepticismo ante la situación. En mi interior, algo me decía que no estaba bien, que era algo loco que un virus tan lejano llegara al país y se propagara tan rápido, en mi mente lo imaginé como una película, pero al notar la tranquilidad de mi familia y mis allegados no le di tantas vueltas al asunto.

20 de marzo de 2020

Mi tranquilidad y mi realidad estaban por cambiar. Se confirma el primer caso de COVID-19 en Santa Marta, una semana después de mi cumpleaños número 19. La primera persona confirmada fue un joven de 20 años que había llegado de Europa, y a los días se confirma un adulto mayor de 88 años. En ese momento supe que nada sería igual. Las universidades decidieron suspender las clases por dos semanas para ver cómo se iban dando las cosas con los contagiados y después de casi dos años aún no se ha vuelto a las aulas de clases. La gobernación tomó medidas drásticas implementando toques de queda desde las 8:00 P.M. hasta las 4:00 A.M. para mantener el aislamiento social.

Desde ese momento, todo empeoró.

Con el aislamiento social preventivo y obligatorio llegó el encierro y era como si el mismo día se repitiera una y otra vez. Al principio, todos tomamos las dos semanas como algo pasajero y de descanso sin trabajos de la universidad, estar con amigos y muchos que no eran de la ciudad aprovecharon para viajar y estar unos días con sus familias. La situación empeoró tanto que algunos no volvieron ni a buscar sus cosas. Quedaron conversaciones incompletas y planes a medias. Todos tenían la esperanza de volver a verse con sus amores de universidad o salir a rumbear con sus amigos, pero la realidad fue otra. A casi dos años, algunos no se han vuelto a ver, otros ya no hablan, desaparecieron o ya no están con nosotros.

Mis momentos de encierro fueron un detonante a mi ansiedad y estrés, estos estuvieron más presentes que nunca. Pero estar aislada de todos me ayudó a encontrarme y reflexionar sobre los pequeños detalles. Aunque no puedo negar que me invadió un virus peor, ese virus que nace con nosotros pero tratamos de ocultarlo la mayoría del tiempo, es inevitable negarlo, el miedo.

Durante mi encierro, llegó un punto en el que realmente había perdido la cuenta de los días que llevaba encerrada. Había perdido la noción del tiempo. Solo esperaba que pasaran los días y se repitieran nuevamente. Me levantaba frustrada porque todos mis días eran iguales, era como una pesadilla que no acababa. Levantarme y leer que diariamente morían cientos de personas, invadía mi ser de tristeza y era algo que lentamente iba acabando conmigo porque sentía que en cualquier momento me tocaría a mi o peor aún a mi familia. La zozobra que vivía o lo que sentía mi cuerpo es difícil de explicar, ya cada vez que me enteraba que algún vecino o una persona con quien en algún momento de mi vida me crucé, moría, me abordaba sobre el cuerpo un frío que erizaba mi piel y un cosquilleo en mi pecho.

Las primeras semanas para mí fueron de mucha tensión porque la presión que se estaba ejerciendo sobre la población era evidente. Las calles estaban vacías, los toque de quedas estaban siendo cumplidos, la gente sentía miedo o bueno aún sienten temor de contagiarse. Por primera vez, sentía que la gente estaba siguiendo las indicaciones, aunque lo dramático y caótico estaba por presentarse. La comida fue un detonante para esta crisis, los supermercados eran vaciados en cuestión de horas, y las personas aglomeradas representaban un peligro. Además, la cantidad de productos que se llevaban dejaban a las otras familias sin opción de compra, por lo que debían volver a casa con las manos vacías. El estrés y la rabia que me invadía era difícil de controlar, no había un control sobre lo que estaba sucediendo, y al tiempo, incrementaba la angustia que el virus se propagara a mayor escala.

Lo que se estaba viviendo, era de no creer. La comida era escasa, lo pequeños comerciantes que vivían del diario tuvieron que cerrar o dejar de salir a las calles cosas por el miedo de contagiarse. Muchas empresas, restaurantes y bares entraron en quiebra por la crisis sanitaria y social lo cual los obligó a cerrar sus puertas. Aunque, hoy en día la situación ha mejorado, el comercio se ha ido reponiendo y se han ido adaptando a esta nueva realidad. Ha generado esperanza en la sociedad.

No puedo negar que el asilamiento me sirvió para pasar más tiempo en familia, encontrarme a mí misma y tener una conexión con Dios. Además, entender que es necesario alejarse de las cosas banales y darles importancia a los pequeños detalles. Me ayudó a controlar mis emociones, experimentar tantas cosas juntas, entendí la importancia de la paciencia y la esperanza.

Sé que el temor y el miedo nos invadió, de tal manera que nos sentíamos aterrados y llenos de pánico. Horas, días, meses esperando una respuesta y a decir verdad esperar era la palabra que me mas había escuchado en todo el año y solo hago eso: esperar. Sin más. Solo esperar a que todo mejore. Con todo esto aprendí que es necesario recobrar la esperanza, eso que dicen que es lo último que se pierde y es más grande y fuerte que el miedo. Aquello que nos hace ver una calma después de la tormenta, la que ilumina el camino, aunque durante unos instantes nos sintamos perdidos y la que nos brinda la fuerza, aunque estemos derrotados. Derrotados por las noticias diarias, por los amigos que ya no están, por lo abuelitos que no podemos abrazar y los familiares que no pudimos despedir o el abrazo que nos lamentamos no dar o ese último beso lleno de pasión porque creíamos que tendríamos mucho tiempo para hacerlo, pensando que la próxima semana lo daríamos y eso nunca se dio.

No nos rindamos, que el desespero no acapare nuestras vidas e inunde nuestras almas. Despertemos cada día imaginando y soñando que todo cambiará. Tengamos fe que siempre brillará la luz de la esperanza y que esta nunca se acaba. Esperanza que los que están en cama se levanten y abracen nuevamente, los médicos que arriesgan sus vidas lleguen sanos a casa y los que están en casa se mantengan así a salvo. Después de esta tormenta encontraremos la dicha y la bendición, sentirnos dichosos por estar vivos, por respirar, de ver el amanecer y estar al lado de nuestras familias.

Poco a poco estamos disfrutando los abrazos entre amigos, explorando lo desconocido y recordando con amor los que en algún momento perdimos. Aprender a vivir en este nuevo mundo, lleno de empatía, compasión y solidaridad, porque en estos momentos todos somos iguales. Todos hemos vivido la angustia y el dolor. Ahora nos une algo más fuerte y más grande en el mundo, la fe y la esperanza. La fe de reír y abrazar sin miedo, de amar con locura y comprometernos a lo que nos apasiona.

Apreciaremos lo significativo que es estar vivos. Siendo más generosos, amables y empáticos por quienes están y los que se han ido. Empecemos a vivir sin afanes y valorar cada instante, cada detalle, disfrutar el regalo preciado de la vida de seguir forjando nuestros sueños y anhelos como hace dos años.

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