Sharamatuna… ¿colonia marciana?

256 0

(Una fantasía espacio – temporal)

Por Rafael Gómez Llinas

Sharamatuna, era una pequeña y plácida región enclavada en algún perdido lugar que floreció a orillas del regazo marino de una Sierra Nevada, o  “Corazón del Mundo”, como con acierto la llamaban sus regentes espirituales y  custodios, por mandato expreso de la llamada por ellos: “Madre Seinekun”.

Ese misterioso lugar era o es, un gigantesco macizo montañoso desbordante  de belleza y de vida. Situado, o más bien engastado como una gigantesca joya, al norte de una isla continente llamada “La Reina del Sur” y junto con Sharamatuna, la población ubicada de frente al mar en su regazo, un lugar misterioso y lejano.

De ese lugar, hasta donde sea posible, tendremos algún conocimiento para recrearnos en su belleza y en la singular e irrepetible condición de sus gentes, lo que nos haría entender que la realidad de esta región encantada no sería solo un sueño o una creación de la imaginación, y no solamente haría parte de las historias inconclusas por contar aquí, sino que realmente existiría en un universo posible, además cierto. Ubicado en algún privilegiado lugar dentro del vasto campo de posibilidades existenciales, y distante, muy distante, de la realidad del mundo que percibimos, conocemos, y que por ahora, habita en nuestra memoria, en la referencia de nuestra conciencia, esa en la que vivimos y nos movemos, y a la que en el “Cierre del Tiempo”, probablemente tendríamos necesariamente que abandonar sin conocer la verdadera: Aquella realidad en donde existiría el mundo alucinante de Sharamatuna, y como ya  se dijo, el de los custodios del Corazón del Mundo.

Sus moradores, eran los sobrevivientes de un muy antiguo viaje en la observación de la conciencia, del cual ya casi nadie tiene recuerdo. Emprendido por ellos, con el único y simple equipaje de la curiosidad o la necesidad, más bien de la sed, de responderse aquellas preguntas existenciales: ¿Quienes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos?… ¿existe Dios?.

Y en ese interminable viaje, poseídos además y siempre, por el gran asombro  que despierta en algunos seres, sobre todo en ellos, su grandeza. La grandeza de la conciencia. O sea, la de ese contenedor o gran embarcación en la nada, desde antes del principio del tiempo, de todo el Universo… O más bien, en todos los tiempos, de los infinitos Universos…

Y, entonces, hay que volver a decirlo: Chezcott, uno de los más despiertos habitantes de ese perdido remanente de existencia inteligente, casi estaba resignado a creer que eran los pobladores de una región irremediablemente aislada del resto de ese planeta. Perdida en una dimensión desconocida y lejana, que navegaría sola y al garete en un océano imaginario e imposible, en donde no existiría otra cosa que ella y el olvido. En donde hasta los que nacían y vivían allí, dudaban con firmeza de su real existencia.

Dudaban que hacia los extremos de la geografía de esa extraña región  hubiese otro mundo distinto, e incluso que otros seres poblaran ese planeta. Que nadie distinto a ellos la poblaran. Se sentían por eso, solos en la vida de todo el sistema solar y aislados en el curso del universo…

Por eso, las carabelas, fragatas, goletas, bergantines y galeones, provenientes supuestamente de un “viejo” y luminoso mundo, con noticias, inventos y gentes, lo que parecían hacer, o realmente lo que hicieren, pensaban ellos con fuerza, era cruzar sin saberlo de una dimensión a otra, tomando el curso de navegación de una secreta ruta cósmica, orientada y sostenida sobre unas imperceptibles líneas de energía tangentes a la esfera planetaria, que venían derechas sin bordear su redondez, desde mundos desconocidos que flotaban en la oscuridad sideral, hasta tocarlo de golpe al atracar suavemente en este caso, en los bordes de las costas doradas de Sharamatuna.

Los capitanes de esas naves, decían, tenían que tener gran precisión para no irse derechos. Y que cuando ya iban de vuelta a sus latitudes cósmicas de origen, orientaban y deslizaban sus naves suavemente en sentido contrario, sobre esas mismas líneas invisibles de energía tangentes a la redondez del planeta hasta volar, al despegarse lentamente de su circunferencia, para lanzarse hacia la oscuridad sideral, con rumbo preciso hacia sus mundos de origen, por lo que estarían provistas de una completa bitácora con toda la nomenclatura exacta de todos los mundos. Hasta de los que se encontrarían en los confines de la galaxia, o de pronto más allá, en Laniakea, o en el mismo fondo del universo.

Esa teoría, su validez, también tenía su asidero en un hecho incontrovertible:  Las embarcaciones que arribaban a Sharamatuna, aparecían de golpe y completas, (¿o eso pareciera?)  muy por encima de la línea del horizonte y se veían como si vinieran volando, y nunca emergían lentamente de este,  apareciendo la arboladura, las banderas, y las velas primero; después la gavia, el foque y el trinquete; luego hacia abajo, el castillo de proa, el puente de mando, la cubierta y finalmente la quilla rompiendo el océano, hasta verse completas como debían, si en vez, vinieran bordeando como debieran, la curvatura del planeta.

Y sus tripulantes, afectados por los efluvios gravitatorios de la inmensa masa de tierra de esa “Montaña de Luces” que se erguía al fondo de Sharamatuna, no solamente el tiempo se les volvía muy lento, o más bien se les desfasaba del resto del tiempo de ese mundo, sino que perdían la memoria para siempre, confundiendo sus orígenes cósmicos, con los de unos seres provenientes de un continente terrestre allende a la mar Oceana, de donde supuestamente habrían partido todos, incluyendo hasta las primeras expediciones, que con su rumbo extraviado llegarían hasta aquí, sin saber que llegaron.

Perdidos como estaban en los vericuetos de esas elaboradas teorías, con la resignación de esa irremediable soledad y el aislamiento del resto del Universo, la gran mayoría de los habitantes de Sharamatuna, solo dejaban correr los días sin apremios ni aspiraciones, para vivir una vida sin tintes ni colores con la creencia por una ciega fe religiosa, de morir en la gracia de Dios  y  sin ningún contratiempo.

Pero él no. Ni ninguno de sus pocos discípulos que pensaban y sentían las cosas como él. Siempre, esa montaña que empujaba silenciosa a Sharamatuna contra la mar oceana, les había parecido profundamente misteriosa, y las historias que contaban algunos capitanes que decían haber avanzado por fuera de las rutas cósmicas conocidas y se habían elevado yendo más allá de sus alturas, le producían ansiedad, curiosidad y temor. Exacerbaban su febril imaginación.

Sobre todo, aquellas narraciones, en las que Radha una de las más adelantadas entre sus fratres y sorores, le describiera a Chezcott las historias de oídas de esos capitanes, sobre unos seres por fuera de los linderos de Sharamatuna, en cuyas entrañas tal vez se hallasen sus propios origines. Que vivían apegados a unas reglas estrictas de comunidad en donde todos trabajaban para todos y no había distinciones. Que podían vivir sin la existencia del dinero y solo con un banco de tiempo. Que agradecían con pagamentos a su madre planeta por la gracia de la vida y bienestar. Que cuidaban a la naturaleza como si fuese su propia vida. Que escogían con la ayuda de sus guías espirituales, el espacio para la construcción de sus viviendas de acuerdo con los cruces de las fuerzas telúricas y las geopatias de la tierra, buscando siempre los cuadrantes magnéticos de las buenas energías y en ellas, el curso de los buenos presagios. ¡Que vivían en función de la armonía de la vida!.

¡Y que entonces, si eso fuese asi, esas preguntas sobre quienes somos, de donde venimos y para donde vamos, serian irrelevantes!. !No importarían!. Con que imitásemos esa forma de vida, volviésemos a esos orígenes, tuviésemos nuestra mente siempre puesta en el presente, y además escuchásemos Imagine de John Lennon, o My Sweet Lord de George Harrison, con unas copas de vino Domaine de La Romanée-Conti, o de Castillo Ygay de Márquez Murrieta, bastaría!. Le diría Radha a Chezcott con una sonreída vehemencia.

Y tal vez, Radha tendría la razón. Porque vivir como estos seres vivían, solo en el presente, con goce y en plena armonía, seria como vivir para toda la vida. Eternamente.

 

Sharamatuna, a los primeros 171 días del año del principio del final.

Related Post

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

error: Content is protected !!