La violencia en que vivimos

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Por Carlos Andrés Salas

Estoy próximo a cumplir 30 años. Llegando al tercer piso que llaman. Creo que eso me ha tenido pensativo en los últimos días, algo nostálgico. He recordado mil historias en estos días, por eso les quiero contar una anécdota de hace muchos años. Hace un poco más de 20 años vivía en Chía, Cundinamarca, más precisamente en una vereda llamada Yerbabuena. Desde mis ocho años me fui a vivir a aquellos lares en compañía de mi madre. Ella salió huyendo del desamor que le produjo mi padre.

Chía es un municipio en la Sabana de Bogotá, de verdes paisajes, de rincones coloniales y una historia única. Un lugar acogedor, mágico en realidad. Mi niñez allá transcurrió normalmente, aunque después de casi dos años viviendo por allá, mi madre no pudo vacacionar en diciembre, y para no someterme a pasar esas fechas alejado del resto de mi familia, optó por enviarme solo para Santa Marta, 9 años tenía.

Llegué con mi madre a la terminal de transporte, se cercioró de quién era mi acompañante en el bus, me recomendó con él, y viajé solo a ver a mi familia. ¡Que irresponsable doña Cielo! En cada oportunidad se lo recuerdo. Ya en Santa Marta, compartí varios días con mi familia materna, hasta que mi papá quiso que estuviese con él. Recuerdo que era una época difícil, los paramilitares estaban en todo su apogeo, al igual que las guerrillas. Para la época, mi papá era juez en el municipio de Santa Ana, Magdalena, hasta por allá fui a parar esas vacaciones.

Las mal llamadas pescas milagrosas y los retenes eran pan de cada día en todo el país. Viví retenes en la vía en dos oportunidades, de ida a Santa Ana y de regreso. Aunque comprendía poco por mi corta edad, daba pánico cada retén. Nunca supe si fueron retenes guerrilleros o paramilitares, lo que sí era seguro es que no eran oficiales.

Mi familia es de Pivijay, Magdalena, allá fui con mi padre cuando inició la vacancia judicial de aquel año. Un pueblo alegre, pero en aquella época muy silencioso. Llegué a casa de mi abuela materna y me alegré, estaba alegre, y como no, era un pequeño niño en compañía de su abuela. Había perdido mi acento costeño, hablaba cachaco (Lo sé, barro con eso). Mi abuela me decía: “mijo, no hable mucho, después preguntarán mucho”. Frases que no comprendía, hasta ahora.

Mi papá convivía con una querida en un corregimiento llamado San Basilio, del municipio del Piñon, Magdalena. Allá me llevó el bellaco. Pueblo de casas y calles de barro. No ha cambiado mucho desde entonces. Cerca a ese pequeño pueblo queda el Playón de Orozco, célebremente conocido por una de las más grandes masacres en el país. No conocí el Playón en aquella ocasión, mi visita se dio pocos meses después de la masacre, aún era un pueblo fantasma cuando llegué por aquellos lados. La historia de lo que pasó allá la conocí a viva voz de los habitantes del pueblo, pero mucho tiempo después. Aunque en aquel momento supe que la sangre de un primo, sobrino muy querido de mi padre, se derramó en esa masacre. Desde entonces mi tía, sintiéndose culpable de la muerte de su hijo, guardó el luto eternamente. Fue una tragedia.

Las bellaqueras de mi padre, las supo mi madre, sí, me fui de sapo. Mamá no las toleró, y regresé a casa de mi abuela a terminar mis vacaciones con ella. Mi abuela quiso llevarme a conocer la finca, en aquel entonces la tenía cerca de un corregimiento de Pivijay, llamado Paraíso. Al llegar, lo primero que observé fue un hombre fuertemente armado sentado en la sombra de un frondoso árbol en la plaza principal. Lo observé fijamente. La reacción de mi abuela fue halarme fuertemente del brazo y decirme: “No mire, no hable, no pregunte y haga caso”. Cosas que aterran, pero que no comprendía bien. Llegamos a la finca después de una hora a caballo, eterno para un pelao acostumbrado a viajar cómodamente en bus.

Al día siguiente, aquellos paramilitares liderados por alias Esteban, llegaron a la finca. Estaba estupefacto, pensando lo peor, pero realmente sin saber que pasaba. El capataz de mi abuela preparó un par de carneros, unas gallinas y se las entregó. Se fueron después de eso. Mucho tiempo pensé que eso que había visto fue una transacción comercial, después supe que eran exigencias normales de esos grupos a los pequeños campesinos de la región. Decía mi abuela: “por suerte no se quedaron”.

Y es que las implicaciones de que se quedaran eran sumamente graves. Después de mi partida, mi padre lo supo de primera mano. Entraron a su finca, allí sí se quedaron. Los paramilitares en un solo día mataron a dos personas allí. Papá jamás volvió, tuvo que huir, menos mal que sus bellaquerías me alejaron de aquel lugar y de vivir aquel momento. Creo que fue la única vez que mi madre celebró lo bandidazo que era mi padre. Las cosas pasan por algo.

Por mucho tiempo normalicé esa experiencia. Normal no fue, aunque tristemente, es normal que suceda en este país. Regresé a Bogotá, estaba vez sí acompañado de alguien conocido, y seguí mi vida normal. Lejos de los ríos de sangre que corrían en el departamento. Hoy, comprendo miles de equivocaciones que tenían mis recuerdos, mi madre no se fue de Santa Marta y el Magdalena por el desamor, se fue huyendo de la violencia que acá se vivía. Esos años fueron los más violentos, pero mi vida transcurrió en paz en aquel rincón del país.

En muchas charlas he compartido alguna de mis experiencias con el conflicto armado, como las de esas vacaciones decembrinas, y en esos diálogos, casi todos mis interlocutores tienen una experiencia propia que contar. De alguna u otra manera, directa o indirectamente, la violencia de este país nos ha tocado a todos. Esa es la violencia que nos impusieron, al final, esa es la violencia en que vivimos.

carlos_salas_5@hotmail.com

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