“Los Espejos del Tiempo”. 2ª parte.

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Por Rafael Gómez Llinas

 

¿Será posible que haya intersticios de espacio tiempo, dentro de una línea distinta de tiempo?… ¿O tiempos dentro de otros tiempos?… ¿O distintos infinitos dentro de un infinito?… ¿O infinitos más grandes que otros?… Georg Cantor, padre de la teoría de conjuntos y sus números transfinitos, parecen decir que si…

Y en ese juego de espejos enfrentados, en los que se reflejaban hasta el infinito, un cúmulo de posibilidades, y entre ellas, destacada, una entresacada de aquel punto del tiempo, en que todo era a la vez pasado, presente y futuro, Alfred D’ Saint Chezcott se veía, o así lo veían, como un erudito capitán de mares de altura que huye con su tripulación, buscando una ruta de salvación que estuviese hilvanada en la trama perfecta de la visión sin tiempo de las profecías de su amigo Menjabin, un anciano Mamo.

Y en esta travesía colmada de ilusiones, alcanzaría NUEVE años exactos  después del suceso de su partida, la de esta vida, a escuchar por un momento,  solo por uno, apagada, confusa, una voz que emergía repentinamente como una burbuja cuántica arrastrando milenios, desde el Aleph de las espesas aguas de ese único  tiempo: Era una voz de mujer, que hablaba y le contaba con nostalgia en la salita del comedor de su casa a Rafael María, uno de los discípulos de él, de la vez ya lejana en que Gargha Kuichines su maestro y mentor, a su pedido, investigara en los mundos internos sobre la duración de su vida, pudiendo visualizar que le quedaba muy poco.

Que Iría él a desencarnar probablemente a los CUARENTA Y CINCO años de edad, pero que haría en ellos un trabajo para alargarla, una especie de crédito. Que ese trabajo le permitiría vivir VEINTISIETE años de más, fallecer a los SETENTA Y DOS, y cumplir con una crucial misión en esta dimensión terrenal. Era la voz de Gladys. ¡Siempre Gladys!… Sólo ella hizo posible, con esas sentidas palabras colmadas de amor, que diera Chezcott un giro de CIENTO OCHENTA grados en el curso de su vida, no importando para nada que ella lo dijera, y que además, él mismo a su vez la escuchara, mucho, mucho tiempo después de que hubiese partido de esta, su vida..

Haber escuchado esto  el maese capitán Alfred D’Saint Chezcott, cuando ella se lo dijo a uno de sus propios discípulos, en ese Aleph del  tiempo después de él haber ya abandonado una de sus realidades, o uno de sus sueños, y en una dimensión de ese mismo único tiempo, concebida como aquellos “Universos de Kurt Gödel”, y mucho antes de que todo esto hubiera pasado, le haría tomar en el momento en que se hallaba luchando todavía por aferrarse a la vida, la decisión de hacerlo un día diecinueve, en el límite de sus SETENTA Y DOS  años, y no un mes más tarde cuando cumpliera un año más, justamente un DIECIOCHO, para no romper la exacta simetría de su vida.

Si hubiese abandonado su vida, antes o después de esa confluencia numérica, era igual que haberlo hecho a los CUARENTA Y CINCO años cuando estaba signado, sin cumplir para nada con el propósito de su existencia. Y que desencarnar mas allá de esa edad no era, o no hubiera sido, ni un respiro más, que haberlo hecho igual VEINTISIETE años antes. ¡Hubiese sido lo mismo! Y nada de todo esto, nada de lo narrado en esa parte de los VEINTISIETE años de la historia de su vida, hubiera pasado.

El intersticio ilusorio de esos años ganados con el férreo y último impulso de su voluntad, al pasar con ese aliento de más, estoico, difícil, sufrido, las campanadas de la media noche de ese día DIECIOCHO, para asirse en el último instante de su vida a la rueda de Samsara del día diecinueve, en un salto cualitativo más allá de toda razón, le permitió girar fuera de ella hacia dimensiones más elevadas, distintas, sutiles, y anclar en el sueño de todas sus vidas, esos VEINTISIETE  círculos más, años memorables en los que pudo verse a sí mismo como un erudito capitán que huye en la búsqueda de salvación con tripulantes y amigos hacia costas lejanas.

Como un soñador, visionario, hereje del siglo XVI, que en reuniones clandestinas difunde el Gnosticismo y desconfía de los límites acostumbrados de su estrecho mundo, de sus orígenes y hasta de su propia existencia.

Como un iniciado que en tiempos recientes a sus discípulos igual en reuniones discretas y otras ocultas, les señalaría el sendero de la trascendencia, haría simple la magia, les mostraría logros de vida vivida, y descalificaría religiones y ciencias.

Como un maestro sin igual, guitarrista, cantante, malabarista verbal y líder que cautiva y convence, y que también le fuese posible conducir su navío, hacer soñar a sus discípulos, mostrarles el camino, enseñarles, llegar a costas lejanas, lograr el encuentro con sus propios tiempos, y abrirles un mundo.

Y que todo, absolutamente toda esa confluencia de avatares, de sucesos, de vidas y de sueños, sirviera para que cuando ya no estuviese en esta vida con ninguno de ellos, Radha una bella mujer, levantara su vista por encima del horizonte y atrapara con su mirada la imagen de Marte, ese lucero en el horizonte alto de la mañana, y que esa misma mirada, en una extraña e improbable sincronía, fuese capturada en ese mismo instante, desde el mismísimo Marte por el registro óptico del lente de un artilugio llamado “El ojo de las Ruedas Tiempo”, y que la imagen de ese planeta reflejada en los ojos de esa mujer, permaneciera plasmada en ese registro fotográfico por siempre…

Que permaneciera plasmada en la imagen de los ojos de esa enigmática, bella y desconocida mujer, que a su vez aparecía registrada en la enorme foto que reposaba desde hacía mucho tiempo en el hall principal del museo del espacio del planeta Marte, que había sido captada y registrada por aquel sofisticado artilugio de observación telescópica profunda de cara a Seinekun, La Tierra, aquel planeta  desolado e inerte que se veía alto en el horizonte en las mañanas más tempranas de Marte, su mundo…

Y el instante fugaz de esa mirada en ese registro, que fuese admirada, pensada, estudiada y por ello descubierto y cambiado el incierto destino de los moradores de Marte, sucediera cuando Rafael Maria, ese mismo discípulo que escuchó a Gladys hablarle sobre los años de más que le fueron dados al capitán Chezcott, llegara conducido a la vida de Radha, la mujer dueña de esa mirada, por el hilo fuerte, irrompible, hilvanado en la rueca del tiempo movida en ese espacio de VEINTISIETE años de mas, que le fueron concedidos en su último aliento al  Maese Chezcott, para que un día  muy de mañana casi en el alba, de cara hacia el horizonte marino y  por encima del Morro de una bella bahía, de la bahía de Santa Marta, perdón de Sharamatuna, después de un momento de profundo silencio, con una leve sonrisa dibujada en sus labios, muy convencido y muy inspirado, a Radha, la mismísima hermosa mujer registrada en la enigmática foto en el museo del espacio del planeta Marte, solo le dijera: ¡Hay que mirar hacia el cielo !…Y ella, con asombro y premonición, y haciéndole caso, simplemente lo mirara… ¡Por siempre lo mirara! 

 

Y mientras tanto, el capitán Alfred D’Saint Chezcott, solo pudo percibir por un instante, antes volver a un nuevo comienzo del tiempo, sin después recordar nada cuando se despertó de ese largo y enorme sueño y saliera del reflejo del juego de espejos de una de sus vidas, el hecho de que él mismo y el Universo en donde se encontraba, no era sino eso: Un simple reflejo.  Era, como uno de los puntos de un enorme e interminable holograma. Como una de esas imágenes holográficas que formulan, y repiten hasta el infinito en dos dimensiones, una información que abarca tres, cuatro, cinco, once, o de tal vez, hasta más dimensiones. O como lo dijera Georg Cantor, infinitos dentro de otros infinitos…

 

Que no era sino solo el reflejo incompleto, creciente, e infinito, de algo mayor. De algo mucho más grande…  ¡Más nada!.

 

 

Sharamatuna, a los primeros 115 días del año del principio del final.

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