“Florence”. 4ª parte. “El patio de la Parra”

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Por Rafael Gómez LLinas

Aquella mañana para Florence, los minutos siguientes después de leer la nota del aviso del viaje organizado por la Papindó que le llevó su mucama Jeanne Valentine, fueron de confusión. Caminaba de un lado a otro a lo largo de su alcoba, restregándose las manos e implorando a Dios por una luz, para saber qué hacer.  ¡Me iré!… ¡No me iré!… ¡Por Dios que haré! decía nerviosa para sí.

El destino de Florense estuvo colgando al mismo tiempo de dos hilos. Pero al final, la decisión que tomó de su partida, hizo que empezara a disolverse el  más débil de ellos, al zarpar con la marea alta llena de ilusiones, aquella madrugada tranquila del Vieux Port de Marsella como pasajera del Ariadna, un barco de vapor con bandera Liberiana comandado por un gigantesco capitán Alemán, en una alegre excursión de puteria con destino sin regreso a las costas lejanas de Sharamatuna. Navegando hacia el poniente, habiendo sobrepasado el islote de “Le Iles”, y ya en la mediana mar, recostada cerca  de  uno de los imbornales de la borda de estribor de la embarcación, le daba  el último vistazo en su vida y un adiós a esa su tierra. Sabía con certeza en su corazón que nunca más volvería a ella.

En la delgada línea costanera que se alejaba lentamente, veía como se iban apagando una a una las luces que anunciaban la inminente proximidad de la mañana, al mismo tiempo que con la luz creciente de la emoción y la incertidumbre de una vida en lo desconocido, sentía ella igual, como se apagaban en su alma con los últimos remordimientos de su huida, el recuerdo de sus amores perdidos y la añoranza de una vida  fácil, rodeada de lujos, cómoda y familiar. Y también, sin saberlo se eclipsó con ellos totalmente y para siempre, la posibilidad intolerable en el futuro, de una vida solitaria y  colmada de tristezas.

Florence no supo la verdadera razón de sus fracasos  amorosos  y del cambio en su destino, sino hasta algún tiempo después cuando se  lo dijo Clarita una joven y bella pitonisa de apellido Espejo, echadora de cartas del barrio María Eugenia, al mirar claramente como en un espejo, la transparencia de su alma buena cabalgando con dificultad e indecisión, sobre  las figuritas de colores del naipe español. Solo  ese  día supo claramente por Clarita, que su huida a estas tierras había sido un impulso instintivo de protección guiado por su clarividencia insipiente, no solo para alejarse hasta más no poder de sus fenomenales desatinos y equivocaciones amorosas, que en aquellas épocas le habían desgastado hasta el límite la salud y su fibra emocional, sino para salvar su alma.

Eso la reconfortó y le dio un aire de justificación a su escape y a la culpa que cargaba, por la cantidad desmedida y variopinta de penes que había ya derrotado en la arena concupiscente de la casa de la madame Papindó, y  entendió  de esa manera, que a pesar de lo pecaminosa y bochornosa de esa situación, eso, que era un contrato temporal, directo y claro de toma y dame de dinero por placer, acordado con simpleza verbal en esas noches de lujuria y prostitución, era mejor, mucho mejor que haber permanecido atrapada para siempre como objeto sexual y saco de entrenamiento permanente de la descarga a golpes por los cambios de humor de su primera relación; mejor que ser mostrada como trofeo de caza, tratada de amansar con su fortuna sin lograrlo, y asediada con obsesión enfermiza en un desagradable asunto de obscenidades e insinuaciones pervertidas, que aumentó hasta lo indecible su rabia y decepción en su segunda relación, y muchísimo mejor que ser engañada con cinismo y utilizada, como lo hizo después el miserable de Jean Pierre con tanta hipocresía y maldad, que puso en riesgo con sus habladurías de pollerón su  reputación, y con sus peligrosos afrodisiacos de puta pobre, la estabilidad de su  existencia.

Y por ultimo supo además con certeza  en  la  lectura de  esa suerte, que la verdadera razón de todos sus fracasos amorosos, que no fueron sino ilusiones vanas de su mente, fue el gran triunfo de su alma noble con lo que logró  evitar la entrada de su vida por una puerta falsa que pudiera desviar el verdadero curso de su vida, signado por un inmenso y verdadero amor.  Y  que a ninguno de esos hombres de transito vacío por su vida les había dado realmente ni les daría nunca el  frente, porque a diferencia del apuesto príncipe de copas que ya entraba cabalgando con firmeza de cara hacia ella en la sábana multicolor y en la clara compostura de las cartas que mostraban el verdadero desenlace de su destino, esos otros sujetos, representados por tres de los cuatro jinetes de la baraja: El primero por el de Bastos, por su dureza y brusquedad; el segundo por el de Oros, por la arrogancia corrosiva de su fortuna; y el último por el de espadas, por el peligro de su hipocresía y deslealtad, se encontraban situados en esa baraja maestra de espaldas a sus espaldas, y muy alejados por su enorme pobreza espiritual, de la constelación de ases que  la rodeaban.

Y que la decisión de haber venido hasta aquí, a Sharamatuna,  sin importar las circunstancias aparentemente sórdidas y extrañas que la acompañaron, que realmente no fueron más que unas pruebas de la divinidad para forjar el temple de su espíritu, había sido timoneada con certeza por la fuerza de la premonición aún olvidada de ese grande, y ya muy  cercano amor.

Flórense llegó a estas tierras como puta llena y por la rabia del despecho, y para sorpresa de ella misma, se quedaría para siempre aquí, anclada por el brote fresco de ese grande, muy grande, amor. A los dieciocho meses de estar trabajando en la casa de la Madame Papindó, se había echado encima más de cuatrocientos cincuenta hombres de diferentes nacionalidades, de toda índole, formidables medidas y también de poca, y de la más variada condición.  Y solo  por su gran valentía, vigor y juventud los pudo aguantar, e igual que sus amores perdidos, ninguno de esos hombres tampoco la satisficieron. Había escondido el desborde de sus calenturas de hembra desbocada, bajo una coraza de indiferencia endurecida y encostrada por el aire corrosivo de la desconfianza que había despertado hacia ellos, y se había vuelto experta en orgasmos fingidos y complacientes para no desalentar a algún cliente de  buena paga. Y aun, para no hacer sentir mal a los de muchísima mejor remuneración superados por la impotencia irremediable provocada por la edad, o por la devastación invasiva de la sangre dulce, a los que no les permitía por ningún motivo como era la costumbre, ni a ellos ni a nadie, sesiones lésbicas, tríos voyeristas con otro hombre o mujer a bordo, depravaciones derivadas de ataduras y castigos sadomasoquistas, posturas de la torre Eiffel, la lluvia de oro o el beso negro, y mucho menos el uso de artilugios o instrumentos de extrema perversión sexual, pero a los que a cambio, les reconocía si lo eran, eso sí, ni más faltaba, su caballerosidad y el esfuerzo por complacerla, y  compasiva, noble, paciente, sacando de sobra su fibra de buena mujer, se desbordaba con ellos en atenciones y buen trato, consintiéndolos como niños faltos de cariño familiar, cambiando como recompensa adicional su rol de puta redomada por el de madre abnegada, paño de lagrimas, enfermera, acompañante hasta el fastidio,  o en ultimas, por el de una amiga incondicional.

Todo este vaivén de situaciones encontradas, la agresividad emocional de la diaria, variada y obligada fornicación, en esas camas ausentes de placer  verdadero y áridas de amor sincero del burdel de la Papindó, y la  demostración cínica y  casi  diaria  de una  fingida felicidad a cambio de dinero,  habían  terminado  por  transformarle  el genio  y  agotado  su  dulzura natural.  El fastidio había invadido como una trepadora urticante todos los pliegues de su alma  y había lijado como una piedra  pómez  los últimos vestigios  de sus ilusiones. Y solamente la apreciable cantidad de Dólares, Florines, Libras Esterlinas, Pesos, Reales, Soles, Yenes, Rupias, Pesetas, Tugriks, Bahts, Francos, Lempiras, Coronas, Yuanes,  Dalasis, Rials, Manats,  Rublos, Dongs, Marcos, Shekels, Dinares, Liras, Zlotys, Morrocotas de oro,  joyas y piedras de valor, que había logrado atesorar a cambio de aliviar el deseo apremiante de las descargas seminales en su bello y apetecido cuerpo, por la variada y creciente clientela que solicitaba sus servicios con desesperación, sostenían sus ganas de vivir.

Haberse acostado con  Florence ya se había convertido en  motivo de orgullo y  ostentación de los hombres de toda la región, y la cangrejera viva que se sentía con las contracciones aterciopeladas de su vagina entrenada en las refinadas artes del Pompoarismo Tailandés,  aprendido de matronas expertas, era para ellos toda una obsesión. Su inverosímil y provocativa belleza; sus ganas  y  su  iniciativa de hembra sabia;  la leyenda del meneo de sus caderas prodigiosas con sus movimientos de licuadora imparable en diferentes revoluciones;  la  pasión,  la voracidad,  pero a la vez  la suavidad del trato  en  su  boca  trompuda y sensual  de absolutamente toda la geografía del miembro masculino, la totalidad de sus alrededores, y realmente de todo el cuerpo varonil y la disposición sin limitaciones para el amor, de forma natural eso sí, de todos sus orificios y oquedades corporales, como la sensibilidad, pericia y suavidad insuperable de sus manos consentidoras, adobadas con la atracción magnética de su piel, hacían crecer y desbordar de fama sus memorables y encoñadores polvos como una ola incontenible que había convertido a Florence en un mito difícil de superar. Pero a pesar de  haberse convertido en  toda una celebridad, la desolación y el vacío interior en ella era creciente, y las posibilidades de cambio que  vislumbraba en su vida eran nulas. Para ella no había luces en el futuro y el tedio, la repetición incesante de incontables y diferentes penetraciones de toda largura y grosor, con las complacencias extremas que hacían necesariamente parte de su costosa rutina sexual y de una fingida felicidad, la habían desmontado de todas sus esperanzas, y habían matado lentamente  todos  sus  sueños e ilusiones.

Mientras Florence naufragaba ahogándose en el fastidio rutinario de ese carrusel de complacencias extremas a cambio de dinero, y su alma se marchitaba en el tremendal estéril de la total ausencia del amor, en Sharamatuna el aumento de la actividad bananera con la llegada de la “Gran Flota Blanca” de Lorenzo Dow Baker para cargar en el puerto el banano transportado por los vagones de la “Santa Marta Railwey Company” apropiada recientemente por Minor Cooper Keith, y la unión con el comercializador de frutas Andrew W. Preston, que transmutaría la Boston Fruit Company en la flamante y prospera United Fruit Company, bendecida y protegida además por el presidente Americano Theodore Roosevelt blandiendo con sus manos claro está, el cuaderno subrayado de la doctrina Monroe, dispararía la aparición de bares y cantinas donde marinos, operarios, braceros y trabajadores, irían a beber, bailar y demandar servicios sexuales.

 

En la famosa “Calle de las Piedras”, en aquel año de 1928, por su vecindad con el muelle de calado profundo, brotaría un borde de tolerancia en la que llegarían a ubicarse con el transcurso del tiempo, cerca de 30 burdeles. Los marinos extranjeros de los buques preferían el Internacional Bar, el Faro, y el Well, donde campeaban unas enormes y voluptuosas negras antillanas y unas mulatas olorosas a mar y tulipanes, de la mano con unas porcelanizadas, suaves y calladitas mujeres paramunas de vientre caliente, mientras que los trabajadores nativos en contraste con su propia ordinariez, gustaban mucho más de la refinada sabrosura y la exquisita sensualidad de las “madeimoselles” que prestaban sus servicios con pasión, en la “Casa de la Madame Papindó”.

 

Los sábados, después del trabajo, las llamadas “Calle Cangrejal” y “Cangrejalito”, eran otros de los sitos donde los obreros juntaban la noche con el día, para bailar Cumbiamba Sandunguera  y Cucambá en la intemperie de las calles, mientras la élite de Sharamatuna se divertía en el otro extremo de la población a cubierta, al ritmo de espectaculares orquestas y conjuntos musicales en el Club Social.

 

Nada presagiaba algo distinto a ese interminable jolgorio carnavalero, a expensas de una bonanza bananera que prometía extenderse eternamente. Pero también nada era tan diferente y nada era más distante, entre una y otra expresión festiva de esa supuesta prosperidad, con tal antagonismo entre una y otra, que excluiría del centro del dial de su beneficio, a profesionales, técnicos, funcionarios y burócratas de toda índole, que solo dependerían de una exigua administración publica y a una infinidad de artesanos, mercaderes, comerciantes, tenderos y vendedores, que se marchitaban sobreviviendo a medias con una actividad comercial sin futuro, que fenecía con la aparición de los grandes y surtidos comisariatos  de la United.

La United Fruit Company no le pagaba a sus trabajadores. Utilizaba su salario para comprar en los Estados Unidos y en Europa un extenso surtido de mercancías, enlatados, delicatesen, ropa, calzados, licores y baratijas, que venían como lastre necesario en los buques de la “White Line” para mantener su línea de flotación y la estabilidad al cruzar vacíos el Atlántico, que luego de llegar aquí, se los ofrecían en esos comisariatos en una venta simulada a los obreros, por el doble de su costo inicial a cambio de unos vistosos cupones de “pago”, de tal manera que las ganancias de la supuesta venta serviría para cubrir el pequeño porcentaje que les entregaban en efectivo, para  ser gastado en antojos menores y donde las putas, esfumando hasta el olor de la menguada remuneración como en aquel juego de tenderete de plaza de mercado de “donde está la bolita”, aun con un holgado excedente de utilidad a favor de la United que le serviría para la reparación de los buques de la flota y el ferrocarril, y de paso para la compra de los infinitos paquetes de Puros Coiba Cubanos o Royalty Package Hondureños, las cajas de whisky Macallan Reflexion 60 años o Dalmore Trinitas para Andrew W. Preston, y  la inmensa y valiosa colección de oro Precolombino, las costosas armas de colección subastadas por la famosa casa Rock Island Auction Co. y de sobra, hasta para los raros instrumentos sadomasoquistas y fetiches adquiridos en los vericuetos de Ámsterdam, para la dominatriz Rumana a sueldo de Minor Cooper Keith.

 

O sea, que los trabajadores de la United, en ultimas terminaban trabajando gratis en el resultado del balance contable, en una reminiscencia tardía de los esclavos de las plantaciones de algodón en los Estados Confederados Americanos. Y que todavía hoy, bajo otras banderas, otros colores y otras denominaciones, ese perverso ente de dominación y explotación todavía no olvidado de la United, tal vez con unos métodos más sutiles y sofisticados, es el mismo. Y lastimosamente, el fantasma del esclavismo Confederado trasplantado aquí junto con esas matas de banano desde aquella vez, ronda todavía, y su espíritu, que se creía ya marchito, sigue vivo…  ¡Más vivo que nunca!.

 

Continuará..

Sharamatuna, a los primeros 38 días del año del principio del final..

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