“Florence”. 2ª parte. “El Patio de la Parra”

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Por Rafael Gómez LLinas

La enigmática nota recibida aquella mañana por Florence de manos de Jeanne Valentine su fiel empleada, había sido escrita de puño y letra por la mismísima “madame” Papindó. La Papindó, era una mujer de aspecto solferino y vulgar, saturada de colorete, sombra y pestañina, de mirada inteligente y una belleza ya desleída por los años. Cargada entre pecho y espalda con el desgaste de una mediana edad ya bastante remojada, restregada y exprimida en las aguas disolventes de una vida disipada y nocherniega, que Irrumpió repentinamente un día en la vida de Florence, con la explosión de los olores, colores y sonidos del trafago de torre de babel del Vieux Port de Marsella.

Apareció, justo cuando caminaba Florence por las cercanías del Vieux Port, y distraída, se  alejó  sin darse cuenta del gentío de la Place du Fruit du Mer y cinco descomunales marineros de Senegal, borrachos y alebrestados por la represión sexual de mas de mes y medio en alta mar, la acosaron y arrinconaron sin misericordia con la intención de violarla por turnos repetidos muchas veces, al doblar por una esquina solitaria.

Florence recuerda muy bien ese día. La “Madame Papindó” salió de la nada en su defensa, con el argumento imaginativo y simple de cobrar por sus servicios: “¡Chevaliers!.. ¡Mes amis!.. ¡Ce n’est pas nécessaire!.. ¡Si la quierren, con mucho gusto la pueden tenerr esta noche aquí en mi casa, porr una módica suma!… ¡Eso que van a hacerr, no se compadece, por favorr, con su rango de almirrantes!… ¡Ni más faltaba!.. Más bien vengan y los invito a une coup de liqueur por cuenta de la casa, porrque además, ella está ya ocupada… Va a encontrarrse ahora mismo con le capitaine du port, parra ofrecerle sus favorres”.(sic.)   Les dijo esto ultimo en voz intima y baja. “¿No querrán dañarrle la fiesta a una autorridad?… ¿Verrdad?”(sic.)   Les  volvió a decir la Papindó pero ya en voz alta, encarándolos como guacamaya enfurecida, con sus grandes  ojos verdes  bien abiertos  y  actitud desafiante.

Los marineros se miraron, se alzaron de hombros y siguieron su camino. Estuvo a punto de ser ultrajada y violada. Alborotados por su provocadora belleza querían meterla a la fuerza en un solar tapiado y enmontado que se hallaba justo a sus espaldas, y Florence, se  hallaba allí, en la mitad de la calle, inerme, asustada, con la falda rota, las pantaletas bajadas a la fuerza hasta las rodillas, la blusa desgarrada y el busto descubierto, sin saber adónde ir ni que hacer para esconder su desnudez, y perdida en un espacio de temores y de miedos más grande que el océano.

¡Ya pasó! Ven conmigo mi nena. Le dijo la Papindó con unos instintos maternales  tardíamente resucitados y la cubrió con su  enorme chal.  Atravesó la  calle con ella y se encaminó hacia la entrada del pequeño hotel en el que se hallaba hospedada en espera de una ocasión favorable para embarcarse junto con las “Madeimoselles” de vida alegre que ella manejaba, con destino a las costas lejanas de Sharamatuna. “Hôtel Résidense Familial”, se leía en un letrero encima del alfeizar de la puerta. Atravesó la recepción por delante del  conserje y sin mirarlo le pidió una jarra de agua helada, un vaso, una taza de café con leche bien caliente y unas galleticas de sal. Tráigamelas a la terraza, sil vouz plait, le dijo la Papindó con cortesía.

Con Florence todavía abrazada, la Papindó saludó al llegar a sus  acompañantes que se hallaban allí sentadas. Era un grupo de nueve “Madeimoselles” muy jóvenes que respiraban por todos los poros su  inocultable condición de prostitutas. Eran provocativas e insinuantes y de una belleza primaveral estragada ya, por la lluvia incesante del permanente manoseo y el contacto sórdido con muchos cuerpos y humores masculinos.

La Papindó sin detenerse siguió derecho por entre unas enormes materas de barro cocido sembradas con palmeras enanas y prefirió prudente acomodarse con Florence un poco alejada de ellas, en una banca ubicada en un corredor  del hotel. Bueno mi nena tranquilízate… Ya paso todo. Le dijo la Papindó con el mismo tono maternal.  Florence no paraba de llorar. Ya, Ya, mi nena…  le decía con ternura la Papindó mientras revisaba suavemente con sus manos su traje y su blusa, y observaba con curiosidad  las bellas facciones, el escultural cuerpo y la finura de Florence. ¡Qué raro! dijo. No entiendo que hace una personita como tú por aquí… ¡Ahora cuéntame!.

¡Me quiero morir! Le contestó Florence… Bueno, una nena bella y fina como tú se querría morir después de este episodio. Le dijo la madame Papindó. ¡No es por eso! Le respondió Florence. ¡Es que antes de eso ya me quería morir!.. ¡Me quisiera ir lejos donde nadie me encuentre!.. ¡Me quiero suicidar!.. decía Florence entre sollozos y se malhayaba sin parar. Huum ya entiendo. Murmuró la  Papindó entre dientes y después de un profundo suspiro le dijo: ¡Me parece hija que estas padeciendo de un  terrible mal de amores!.. Estas poseída por lo que llamamos nosotras, la “maldición gitana”. ¿No es cierto? ¿Pero por qué por estos sitios? La Papindó le acercó un vaso grande de agua y mientras Florence se lo tomaba, le acarició suavemente la cabeza. Cuando Florence terminó y ya respiró con un poco de tranquilidad, le volvió a preguntar: Dime de una vez por todas qué haces tú por aquí, mi nena linda. Es una historia aburrida le dijo Florence. No importa. ¡Dímelo!. Le ripostó la Papindó. Florence se tomó un último sorbo de agua, y  respiró profundamente.

Las “Madeimoselles” mientras tanto, desde el otro lado de la terraza, miraban con curiosidad y con algo de recelo ese extraño cuadro maternal. En un acto premonitorio, la Papindó inclinada en el regazo de Florence, reverente, como si adorara a una diosa, o mejor a una santa, le quitó los duros borceguíes y con  cuidado y delicadeza le comenzó a dar un sobo en los pies. Dime pues, le dijo.…

Florence se desbordó en una cascada de requiebros. Le contó sin parar a la Papindó todo su sufrimiento y cada uno de sus pesares. Del maltrato de su primer amor, de su violencia y sus continuas violaciones, a pesar, de haberlo ella amado con locura. De cómo fue asediada hasta el fastidio por un pretendiente mucho mayor, para colmo un sucio pervertido, eternamente obsesionado con ella. De la montaña rusa de sus emociones y de los calores exagerados que sentía con Jean Pierre su actual novio en el preámbulo del amor, y la profunda depresión en que caía sin saber porqué, después de haber estado con él.

De cómo sufría hasta lo indecible al sentirse sola y despechada. De su infinita inconformidad por la incomprensión y dureza de sus padres. De la mezquindad de ellos. Le contó que realmente vivía en Saint Remy- de Provence, y que estaba de vacaciones de verano donde unos familiares en el barrio del Prado, cerca del campo de los gringos a pocas cuadras de la Tenería y de como se escapaba de la casa mientras ellos se ausentaban, y se venía hasta el puerto sin importarle los peligros que corriera para ver la salida de los barcos. Le dijo de sus ganas de irse en uno de estos sin un rumbo definido y sin conocer su destino, ojala lo más lejos posible, para no ver más nunca ninguna cara conocida, ni nada que le recordara su sufrimiento, ni a nadie, ni nada.

Le contó además, de sus infinitos deseos de morir. Le dijo que muchos de sus pensamientos se habían ido ya uno a uno en muchísimas de esas embarcaciones, y que ella misma se sentía como un barquito de papel navegando a la deriva en medio de un mar embravecido, y que su alma lastimada había volado en pedazos al viento hacia al horizonte con cada ave, en cada nube, en cada brisa, hacia costas seguramente lejanas y olvidadas. Que ella por eso ya no se sentía aquí, ni cómoda con el amor ni con sus recuerdos, ni mucho menos con su propia familia, y que ya nada le importaba…

A esas alturas de su encuentro con Florence, la Papindó en silencio, ya escuchaba sus lamentos más con asombro que con curiosidad. ¡No me digas más! ¡La vida no solo da vueltas sino que con los años es como si la  estuviera viendo una en un espejo! Le dijo de repente la Papindó.  Me estoy viendo en ti, a mí misma. Estas viviendo lo mismo que yo viví hace veintisiete años. Eres como el anverso de mi propia vida. Entre otras muchas cosas, tú fuiste victima de los hombres, y yo querida, ansiaba mucho tenerlos. Remató. Te diré mi nena que primero no vale la pena morirse por ningún hombre. A ellos hay que gozárselos y exprimirles la plata, que es para lo único que sirven… A Florence al oír eso ultimo, le brillaron los ojos.

Más bien te cuento mi historia que es casi la misma tuya para que te orientes, siguió diciendo la Papindó. Yo a diferencia de ti, me hastié de vivir como monja. Reprimida, sobrevivía en un convento de clausura de las Hermanitas de la Presentación, al que entré obligada por mis padres al verme ellos tempraneramente perjudicada por un hombre del que en principio fueron gustosos por su galantería y posición social, pero que al final como todos, resultó de malas intenciones. Allí, me vi acosada sexualmente por la madre superiora. Me sentí castrada emocionalmente y a duras penas sobreagüé físicamente por las duras condiciones del enclaustramiento. Aterrada, me santiguaba permanentemente no por creencia sino por ver tanta hipocresía, y en las noches, acalorada, soñaba con tener muchísimos amores. Finalmente, naufragué de ansiedad ante la impotencia de no poder tenerlos  y  mucho más, por no poder ver y gozarme las delicias de este  mundo.

La Papindó le contó a Florence en detalle cómo desesperada se voló del convento. Y de cómo, con la pequeña ayuda económica que le proporcionó  una marchante de la calle al verla deambulando sin rumbo por una zona peligrosa de la calle diez o “Cangrejalito” como la llamaban, pagó el alquiler por unos días en la pequeña pensión “Familial”. En esa pensión de mala muerte habitualmente pernoctaban algunas prostitutas que ofrecían sus servicios baratos a los marinos que arribaban al puerto, y de cómo  Clarisse una de ellas, al expresarle la Papindó su deseo de irse lo más lejos posible, le habló de una floreciente tierra en el otro extremo del océano en donde los hombres eran de gran imaginación y frescura, y ganaban tanta plata, que quemaban fajos de billetes imitando antorchas en los festejos callejeros y además eran muy generosos con las mujeres.

 Le siguió contando que esa era una tierra con un paisaje de un verde espectacular. Que las notas y los ritmos musicales corrían como ríos por las venas de sus pobladores, y  la frescura  y la vivacidad  de su temperamento eran admirables. Y de cómo, Clarisse aquella mujer de vida alegre con todas sus historias y su obsesión por los hombres extranjeros sobre todo si eran jugadores del Unión, la convence de irse para allá. Acepta con ese fin, una cita y su primera paga por sus servicios de meretriz, de Pedrito Lésport un apuesto capitán oriundo de la Guajira peninsular de esa región, que zarparía hacia Shanghái como destino, tomando la ruta de pase por el canal de Panamá, con escala obligada para su avituallamiento en esas maravillosas costas…

Días más tarde,  ya amarrado firmemente por ella con los pelos que sabemos, encoñado, complaciente, decidido, arriesgando sin importarle su posición de mando y la estabilidad laboral, la embarcaría a cambio de la práctica en alta mar de refinadas y deliciosas perversiones con el uso incesante y sin límites de su bello cuerpo, escondida como polizón de primera clase en su camarote, hacia las costas lejanas de Sharamatuna. Ese capitán, le dijo la Papindó con un largo suspiro, fue el único hombre por el que realmente sintió en toda su vida en una confusión de eterno agradecimiento con sus primeros y auténticos  orgasmos,  leves asomos  de verdadero amor…

Y fue él quien me llamó la “Ponpadour”. Por mi belleza, mi finura, mis buenas maneras y mi sensualidad. Por mi boca pequeña y trompuda que desataba su imaginación y su erotismo, decía,.. ¡y mi vivacidad!.. le dijo con algo de nostalgia en la entonación la Papindó. Recuerdo que me mostró una  lámina

de una vieja enciclopedia que tenía de adorno en su camarote, con el retrato de la madame Ponpadour hecho por un pintor llamado algo así como François… Mmmm! Si… !François Boucher!… y si,… yo tenía un gran parecido con ella excepto por el color de mis ojos que son verdes y por eso el Capi siempre me decía que yo era mucho más bonita.

La Papindó después de decir eso, guardó silencio. Su mirada estaba aferrada a sus recuerdos. Como si una película romántica pasara rauda ante sus ojos. Perdida en el vacío. Al rato, en un tono más bajo, reanudó la conversación. ¡Qué tiempos aquellos! dijo. Y luego de un largo suspiro, afloró en su rostro una sonrisa que después se convirtió en carcajada. ¡Pero figúrate que los desgraciados esos de allá nunca pudieron pronunciar bien mi sobrenombre! ¡Lo pronunciaban como si tuvieran una papa caliente en la boca! Y con lo descomplicados que eran, en vez de llamarme La Ponpadour como me lo  había puesto Pedrito, se desembarazaron de este llamándome entonces… La Papindó.  Y así me quede: ¡La Papindó!  Y hasta le pusieron ese nombre a la locomotora más potente de la United Fruit Company. La que arrastraba más vagones. ¡La locomotora esa podía con más de cien vagones al mismo tiempo¡…Y la llamaban así porque yo querida, aquí donde tú me ves, dijo en medio de una carcajada y echando hacia atrás con coquetería su reteñida cabellera, ¡Era la Madeimoselle que en un día me tiraba más hombres!.. ¡Era la más poderosa!… ¡Y por supuesto mija,  la  que  más  plata  ganaba!…

Una leve emoción que brotó de su alma se manifestó con un leve cosquilleo en el bajo vientre de Florence mientras la Papindó le hablaba. Su imaginación desbordada y su ingenuidad natural le hacían creer y emocionarse siempre con las cosas raras y fantásticas que le decían, y la terquedad heredada de lejanos antepasados aventureros, la hacían comprometerse con sinceridad y de corazón con situaciones a veces descabelladas que su enorme curiosidad la llevaban siempre a querer experimentar. Se imaginó una tierra cálida en donde los hombres hacían el amor como los dioses, y mejor, lo que más le interesó porque fue lo que más sintió que le gustaba, era lo infinitamente sueltos que eran con la plata. Ya en ese momento tenía enormes ganas de salir corriendo  hacia  ese sitio  y vivir allí situaciones parecidas.

 

Sin embargo, a todas estas, no podía Florence saber todavía y ni siquiera presentir, la pronta aparición en la sábana de sus tiempos, de todo un futuro con unas direcciones insospechadas que ya acechaba enrevesado,  incubándose  en las entrañas de toda una historia en la que una poderosa compañía colonizadora de la dulzura de estas tierras, se aprovecharía para su expansión y explotación a ultranza, de la mezquindad y la sumisión de los gobiernos godos de turno, que no se resistirían al apretón tentacular ni al manoseo de los sobornos de esa poderosa extensión del imperio Americano, la malhadada United Fruit Company, que usurparía el alma de estas tierras benditas, con un pacto de aparcería colonialista, cerrado, excluyente, de la mano con unos señores de una deteriorada estirpe feudal que ostentaban unas armaduras y blasones ya oxidados, inmerecidos dueños de esas heredades rociadas ha tiempos una y otra vez, con el sudor y la sangre de los desposeídos siervos de esas tierras, y que además, para colmo, concebían al Estado como otro indiscutible bien patrimonial de su propiedad.

 

Mientras  la Papindó y Florence hablaban de vicisitudes, de vivencias, de despechos y de amores allá en esas lejanías del vecindario del Vieux Port de Marsella, al mismo tiempo acá en Sharamatuna los amos y señores del beneficio de las plantaciones, no paraban de contar plata y de acumular ganancias. No paraban de derrochar, pero tampoco de maltratar, violar derechos civiles y obligaciones laborales. Y nada, entre uno u otro evento, podría ser más ajeno. Nada podría ser  tan distinto. Nada podría ser tan opuesto. Nada podría ser tan lejano. Pero esa irreconciliable distancia, esa polaridad extrema entre el “sabor” de una y otra circunstancia, irremediablemente haría que se atrajeran y finalmente se encontraran. Y para siempre.

 

La sabana de la consciencia en donde estaban escritas todas las posibles direcciones de uno u otro tiempo, de una u otra de esas realidades, se envolvería y doblaría sobre si misma convirtiéndolos en un solo hecho posible, y el destino y el recuerdo de Florence, irían siempre de la mano con el desenlace de los sueños y promesas de redención social aún todavía incumplidos, de toda esa explosiva bonanza bananera, cifrados en  una historia que no terminaría jamás de comenzar,  que no dejaría nunca de terminar, y que se repetiría una y otra vez.

 

Todavía hoy sucede lo mismo… Todavía hoy  las cosas son iguales…  Nada ha cambiado…

Continuará…

Sharamatuna, a los primeros 24 días del año del principio del final..

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