“Florence”. 1ª parte “El patio de la Parra”

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Por Rafael Gómez LLinas

Muchos me han preguntado por cuenta de mi publicación: “De la calle de las Piedras a la masacre de las Bananeras”, cómo fue posible que una joven aristócrata Francesa terminara como puta en la “calle de las piedras”, por allá en aquellas épocas de la bonanza bananera en estas tierras benditas, y que además, se viera envuelta en esos dramáticos acontecimientos. Trataré de desenredar ese ovillo de aventuras, disparates, conspiraciones, magia y putería, hilvanado por esta bella madeimoselle de origen noble, que purificó su alma y se encontró con su verdadera vocación de santa, en las arenas de concupiscencia y placer del famoso burdel de la Madame Papindó…

Corría el año de 1927. Europa, el mundo entero, se despegaba en esa década de una devastadora guerra, y aquella vez como ahora, de una mortal pandemia con la aparición de la mal llamada “Gripa Española”. El desbarajuste sucesivo de ambas calamidades, quizás por haber mostrado tan de cerca la cara aterradora de la muerte, causaría tales efectos, que toda una generación sobreviniente a esto, valerosa, resiliente, como la que seguramente habrá de emerger aquí y ahora, se cuestionaría el patillaje excesivamente elaborado y la hipocresía de las costumbres de esos tiempos, y su resultado, sería el péndulo de su comportamiento oscilando fuerte hacia toda una contracultura, contestaría, desobediente, que irrumpiría en esos felices años veinte, los llamados “años locos”, y encontraría su camino de expresión en un arte frívolo y hedonista; con una literatura vanguardista, surrealista, que expondría lo real a partir de lo imaginario y lo irracional; con una música repentista y sensual como el Jazz o el Foxtrot, y festiva como el Charlestón, y una moda atrevida, de mujeres liberadas, explosivas, esas “Flappers” enjoyadas, excesivamente maquilladas e insinuantes que abandonaron el corsé, usaban faldas cortas, bailaban Jazz y Charlestón, bebían licores a la par con los hombres, fumaban con boquilla públicamente, se atrevían a manejar y exhibían su pelo  cortado y arreglado al estilo “bob cut”; mujeres temerarias que amaban con locura, pretendían vivir la vida con desenfreno y se enfrentaban con valentía y sin temor a todas las rígidas normas  de conducta de la época.

Era el preludio de la “gran depresión”, las hambrunas, los extremismos y de una gran guerra aún peor que la anterior en aquellos caóticos años treinta por venir, con una liberación sexual alocada, alegre, despreocupada, asomada todavía tímida y balbuceante por fuera de las enaguas de las “Maison de Tolérance”, pero que terminaría por imponerse con el alejamiento definitivo de los acartonados y excesivamente elaborados cánones sociales decimonónicos, todavía tardíamente establecidos.

Se verían venir entonces, otras épocas, otros paradigmas, otros sentidos de la vida, otros sonidos, otras modas y nuevos aires libertarios, con un lema existencialista tocado con algo de fatalismo, que podría ser algo así como esto: ¡Vivamos, gocemos!.. ¡Hasta que la juventud nos dure o la vida nos separe, y antes, mucho antes, que la muerte nos alcance!… “!Y por lo pronto, bebamos, bebamos, que para dormir, sobran siglos!”(1)

Y bueno, la verdad, siendo así las cosas, intentar dar explicaciones razonables a todas las extrañas circunstancias que rodearon a la llamada “masacre de las bananeras”, no sería muy difícil hacerlo. Para eso, con claridad y desde el principio, tendría entonces que decirlo: ¡Era Florence!: La más bella y provocativa de las “Madeimoselles” francesas de la que se tenga historia en todo este territorio. Aristócrata de cuna, nacida en la campiña Francesa de Saint-Remy de Provence, de donde se escapó disfrazada de puta a estas calurosas tierras tomando una de las rutas oceánicas del Vieux Port de Marsella, después de cambiar su verdadero nombre por ese de Florence para pasar desapercibida y huir por una curiosa acumulación de pesares, del desapego cortante y la fría autoridad de su padre; de la férrea incomprensión  y la enfermiza vigilancia de su madre; de la huella imborrable y tormentosa de su primer y más profundo fracaso amoroso; también del recuerdo indeseable del fugaz enamoramiento de un segundo pretendiente que resultó ser un sucio pervertido, eternamente y hasta el fastidio obsesionado con ella, y para curarse por venganza de las que creía eran las infidelidades reiteradas de Jean Pierre, su más reciente novio y su nueva decepción, y mucho más, por orgullo al no entender por qué no le fueran suficientes a él ni a esos otros hombres en su vida su infinita belleza, su donaire, su fina educación, tampoco su porte ni su talla, y que no la reconocieran nunca en  el  verdadero peso de su  valor.

Con su alma lacerada y con grandes interrogantes, reflexionaba sobre todo aquello al salir aquella mañana ya lejana de junio de su tina provocativamente salpicada de agua, para admirar con detenimiento la plenitud de la belleza desbordada de sus dieciocho años, al mirarse desnuda en el inmenso espejo de cristal de Baccarat de su amplio aposento con sus brazos dispuestos en jarras en su cintura, las piernas bien separadas primero y en las más variadas posiciones después, mientras escuchaba desafiante frente a él, una tonada de moda en el acetato que giraba lentamente en su reluciente gramófono de Berliner, como si de verdad quisiera tragarse al mundo con su grande y abultado monte de venus… ¡Conchona  como le dirían por acá!

Que no lo alentara su voracidad…!Eso es el colmo de ese estúpido de Jean Pierre!.. pensaba Florence en voz alta, mientras mordía y se lamía sus carnosos labios. ¡Ni mi desbordada sensualidad lo arrechan!, se decía mentalmente, mientras acariciaba suavemente su torso. ¡Y ni siquiera mi desaforada pasión lo animan!, gritaba siseando y llevando lentamente una de sus manos como una serpiente hasta su pubis, tocándolo suavemente primero, y restregándose luego con rapidez el clítoris con sus dedos, hasta ahogar un corto grito de excitación  antes de cambiar de posición.

!Ni mis hermosísimas facciones lo atraen!.. ¡carajo! Exclamaba, mientras  miraba de reojo su bella cara en el espejo. ¡Ni mucho menos mi abundante, hermosa y larga cabellera rubia!, se extrañaba, haciéndose pausadamente mientras tarareaba la canción, sinuosos bucles con sus dedos. ¡Ni la tersura de porcelana de mi blanca piel!, pensaba acariciándose ella misma suavemente con los ojos entornados y la cabeza desgonzada, primero el cuello, luego los brazos, también el torso, el vientre y la cintura después, encogiéndose levemente hacia adelante hasta tocarse con suavidad el interior de la entrepierna hasta  excitarse, dejando escapar ya con la piel de gallina,  un leve suspiro de emoción.

Que no los inspiraran ¡por Dios!, decía para sí, su bello y voluptuoso cuerpo, ni sus enormes y redondeadas caderas, lo decía observándose orgullosa desde diferentes ángulos y posiciones, mientras movía la cabeza y su abundante cabellera rubia con ritmo y desparpajo, contoneándose y moviéndose con sensualidad delante del espejo, mientras sacaba y estiraba sus piernas largas y torneadas hasta la perfección hacia delante, haciendo aquellos conocidos  pases de moda del  Charlestón.

¡Y ni siquiera mis tetas grandes, firmes y bellas, paran su picha!.. ¡Jumm!..  dijo

en voz alta, mientras las tomaba lentamente como provocativos melones, las sostenía y  levantaba levemente, mordiéndose los labios como si les tomase el peso al mismo ritmo de la tonada musical. ¡Ni mis provocativas rodillas, torneadas y redondas!.. a las que inclinada hacia delante, abarcaba suavemente con sus dos manos destacándose sobre todo en esa posición su grande y hermosísimo derrier, el que meneaba con sensualidad al apoyarse con una de sus manos en el espaldar de una hermosa silla Luis XVI con la columna arqueada y tensionada, la cabeza levemente inclinada hacia atrás, una pierna ligeramente flexionada en la rodilla por momentos, sacando con provocación y moviendo con cadencia ese rabo hermoso y perfecto lo más que podía, acompasado con la música como si fuera el péndulo de un enorme reloj de pedestal, mientras pestañeaba con coquetería y batía con la otra mano sobre su rostro un abanico de madera sevillano, bella reliquia que había pertenecido a una de sus antepasadas españolas, al mismo tiempo que miraba de soslayo como se reflejaba en el espejo el hermosísimo contorno de su exquisito trasero, que comenzaba con dos hoyuelos al final de su espalda y continuaba con una impresionante curva de montaña rusa, que le subiría la presión y le cortaría hasta a una piedra la respiración, sin saber todavía y ni siquiera sospechar por esos tiempos, por no encontrar explicaciones a todos esos desprecios por todo lo bella que ella misma podía verse en ese espejo, que el solapado de Jean Pierre, consiente de ser muy poco jinete para semejante yegua como dicen por acá, acomplejado, huidizo, le inventaba para justificar su incapacidad y su desgano, el interés y las falsas aventuras con otras mujeres, y también del asedio que supuestamente como le decía él para alborotar sus celos, le tenían muchísimas de ellas.

Además, y muy tristemente, habría que decir con decepción de ese miserable de Jean Pierre, que por causa de su enorme insuficiencia varonil, las  veces que se acostó con ella utilizó con engaño, deslealtad y como único argumento para calentarla y satisfacerla a medias, oscuros subterfugios y sustancias peligrosas y prohibidas derivadas de las sales de boro y la belladona.

Y que también, como narciso, hedonista irredento, homosexual escondido y vividor de poca monta que era, había revolcado muchas veces su cuerpo y su alma sucia y pobre, en “El Camaleón”; un lupanar de cigarrones de baja categoría de la Rúe du Burechite, en el que había experimentado y aprendido allí de los grandes maricas y cacorros, como igual lo hizo del proxeneta de sexo indefinido que alternativamente lo manejaba desde una elegante academia de modelaje, gimnasio y casa de masajes; falsa fachada de un sórdido negocio de homosexualismo y prostitución, y escenario propicio además de la mascarada de citas clandestinas de mujeres adulteras y  prepagos de fina estampa, todas las mañas, los trucos y trapisondas necesarios para atraer artificiosamente de mala manera y por igual a hombres y mujeres, aprovechándose de la fragilidad y de las debilidades de aquellos y de aquellas, que padecían del terrible mal del abandono, de la angustia lacerante del despecho, y más, de la desgracia terrible y contagiosa  de  la  soledad.

Guiada Florence por sus enormes celos y dudas, su inconformidad, la ansiedad de hembra insatisfecha, los fuertes e incontrolables impulsos suicidas nacidos de sus conflictos interiores por la lejanía e incomprensión de sus padres; sus acumuladas y enormes decepciones amorosas, sobre todo por su ultimo gran desengaño, y por no tener el valor o el coraje para apuñalarse ella misma, quitarse la vida y así de una vez por todas acabar con todo ese inútil sufrimiento, en un acto muy bien “medido”, meticulosamente planeado y en un arriesgado desafío, decidió mas bien venirse hasta acá atraída por la fama de la virilidad y la generosidad descontrolada de los hombres de estas tierras, resuelta a morir diariamente como desquite apuñalada de pasión, por esos ya imaginados por ella portentosos miembros, una y otra vez, y  miles, miles, de  veces más…

¡Me iré a esa tierra de barbaros de verga larga, a ver si al cobrarles mucho dinero por acostarme con ellos, me tienen más aprecio! Dijo Florence con rabia sin saber lo que decía aquella mañana ya borrosa en el tiempo, al finalizar ese improvisado ritual de vanidad y coquetería, antes de ser sacada abruptamente de sus cavilaciones por el ruido inesperado de una de las domésticas de su numerosa servidumbre de guante blanco, cofia y librea, que tocó la puerta de su alcoba para traerle el desayuno hasta su enorme cama victoriana.

Jeanne Valentine, la mucama de confianza de Florence, después de servirle en charola de plata el desayuno, un exquisito omelette con todos sus habituales acompañamientos, primorosamente decorado además con flores, frutas y almendras, servido para ella en una mesita auxiliar sobre su cama, la dejó placida y cómodamente recostada entre abullonados edredones de algodón, grandes almohadas de pluma de ganso y finas sabanas de seda, saboreando lentamente un enorme jugo de naranja puro y mordisqueado con gusto un calientico y delicioso croissant. Cerró despacio y ajustó sin ruido la puerta de los aposentos para no molestarla y se dirigió por el largo y lujoso corredor adornado con unos enormes cuadros al oleo de artistas de renombre, algunas estatuillas de figuras mitológicas en bronce y otras de mármol italiano, también por dos gigantescas lámparas de lagrimas de cristal de bohemia y algunos finos adornos de porcelana checoeslovaca, hacia las amplias y finamente ornamentadas escaleras para salir diligente al jardín. Quería regar y arreglar las begonias y las rosas, y recoger unas lencerías que se secaban al viento de aquel verano, en el traspatio de la mansión.

Florense había decido terminar de desayunar y no salir sino hasta la hora de la cena. Otras veces como ahora, que era presa de la depresión y la ansiedad, se encerraba con llave en compañía de Cocó su perrito faldero, se masturbaba sin cesar pensando en los artistas mas guapos del teatro de vodevil para tranquilizarse, y no le habría ni al Santo Padre que viniera a buscarla. La  mucama entre tanto, con el canasto de la ropa en uno de sus brazos cruzó distraída el jardín. Sintió algo que le rozó el regazo y la golpeó. Sorprendida, se dio cuenta que había sido pichoneada por una paloma sobre la solapa del bolsillo derecho del uniforme y con un poco de fastidio trató de limpiarse con un trapo de aseo. Fue entonces cuando se dio cuenta. Había olvidado que en ese bolsillo había guardado un sobre lacrado que le había sido entregado para madeimoselle Florence muy temprano en la reja exterior de la mansión, por una extraña mujer con el rostro disimulado por unas gafas oscuras y una pañoleta roja que la había solicitado con insistencia, a sabiendas por indicaciones precisas dadas por la misma Florence con anterioridad, que era ella, su empleada de confianza. Se devolvió precipitadamente hacia la planta alta hacia sus aposentos, con la esperanza que ella le abriera y así cumplir con la petición de la extraña mensajera: “Debes entregarle este sobre personalmente y de inmediato, a la madeimoselle de la casa sin que nadie te vea…!Es urgente!”. Se lo había dicho en un tono autoritario esta mujer muy en la mañana, y dando media vuelta se había alejado caminando con rapidez, antes de que la mucama siquiera le pudiera preguntar, de parte de quien.

Florence ya iba a ponerle seguro a la puerta cuando sintió el toque de la empleada. ¡Ábrame madeimoselle por favor que tengo algo para usted!, le  dijo un poco angustiada por el olvido. ¡No voy a abrir contestó Florense! ¡No quiero hablar con nadie hoy!  ¡Devuélvete a hacer tus oficios!  Le dijo. ¡Me parece que es urgente! le ripostó la empleada. Florense dudó. Acostumbrada desde niña a jugar al “Tuche”, reconoció de pronto y aceptó, que la empleada había llegado una fracción de segundo antes que ella asegurara la puerta y le ordenó: ¡Di, Cuclí por mí y por todos!… La mucama acostumbrada a llevarle siempre la corriente repitió: ¡Cuclí por mí…y por todos!. Bueno, ganaste. Le dijo Florence. Después, entreabrió la puerta, le pidió que le pasara lo que tenia para ella, y  luego con un  portazo, la  cerró.

Florence no lo supo ni lo entendió en ese momento, pero esa fracción de segundo, los avisos naturales y la recordación intacta en sus sueños de mujer  de sus juegos de niña, la habían salvado del sino insoportable de una vida invadida por grandes decepciones, y a su final, de permanecer atrapada para siempre  en una inmensa e irremediable soledad.

La fuerza de una suerte colorida y extrema, su sangre desbocada y amalgamada con pureza  con su verdadera vocación de santa y las numerosas ramificaciones entre el bien y el mal de ese árbol florecido de aventuras, disparates, bondades, sinsabores, felicidades, amarguras y esperanzas que crecería con ella allá en Sharamatuna, también habían hecho conspirar al universo a  su  favor  para  disolver el acoso de la soledad con  la aplicación de una contra simple, efectiva, destilada con los ingredientes precisos de la sincronía del destino y los avisos de la naturaleza manifestados esta vez, en el remoto e improbable acierto escatológico de aquella paloma en el bolsillo derecho del uniforme de la fiel empleada, que en su vuelo rasante sobre el jardín la desvió de un solo tiro de la ruta del olvido. También la incertidumbre y la prolongación de los pliegues relativos del tiempo, que dilataron por una fracción de segundo el cierre de la puerta de sus aposentos, junto con el recuerdo intacto en su memoria de sus juegos infantiles, cortapisados ambos por un alto sentido de la justicia aprendido de su padre, le permitieron reconocer a Florense la primacía natural de quien llega primero, y así, al abrir la puerta, impidieron todos ellos, el atraso completo de toda una vida, o de muchas vidas, permitiendo la aparición esta vez del curso florido de su verdadero destino y quizás como la puerta de sus aposentos, evitara más temprano que tarde que se cerrara inexorablemente de golpe y para siempre.

Su corazón se aceleró, cuando vio el sobre lacrado que le diera su empleada, y el mundo casi se le viene encima cuando leyó su lacónico y enigmático contenido:

“La partida se adelantó. Si es verdad que vienes con nosotras a donde tú sabes, debes venir hoy mismo antes de la puesta del sol, a donde ya  sabes”…

 Papindó…

Los vertiginosos acontecimientos que le sobrevendrían a partir de ese día y que se desencadenarían con la lectura de esa nota, los recordaría Florence por siempre en su larga y prolija existencia, quedarían grabados en el último de sus pensamientos y serian transportados en esa burbuja sin tiempo, hasta la última de sus vidas. Ese, fue el momento de Florence…  El momento de su huida…

Continuará..

Sharamatuna, al principio del año, del comienzo del final…

(1).- Frase acuñada en interminables tertulias, por el maese Abraham Salim Katime Katime.

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