EL ARTE O EL DESASTRE DE ESCRIBIR

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Por Karla Campo Acosta

Con las redes sociales, las páginas web y los blogs, tanto las noticias como las opiniones tienen mayor cubrimiento y acceso. Las versiones de los hechos son diversas y es difícil discriminar las reales de las falsas. Los medios de comunicación compiten con los reporteros informales que se encuentran por doquier. Todos tienen algo que decir, algo que mostrar y buscan lo que otros quieren ocultar. La redacción de los mensajes y artículos distorsionan el conocimiento de los espectadores, no sólo por la imprecisión de las afirmaciones, sino porque la falta de ortografía, los errores de puntuación y las palabras soeces, engalanan los textos.

Nuestro idioma es vasto, se extiende a lo largo y ancho del diccionario rebosante de términos. Por las expresiones las personas son identificadas: algunos son delicados, indiferentes, corrientes o normales y otros rayan en la grosería, la arbitrariedad y el irrespeto.  A través de las palabras podemos alagar, resaltar, humillar y maltratar. Lamentablemente muchas personas no saben escribir sin insultar, ofender y descalabrar las buenas costumbres,  los principios y los valores.

Los textos son insultantes no sólo para la persona a la que atañen, sino para quienes los leen.  La libertad de expresión se ha convertido en una herramienta para socavar a nuestros semejantes. A pesar de que la Constitución Política en su artículo 20 establece que “no habrá censura”, también dispone que “Se garantiza el derecho a la rectificación en condiciones de equidad”; rectificar lo dicho no devuelve las cosas al estado original, pero constituye un gesto significativo para el ofendido; y es que todo debe tener un límite, porque aquello excesivamente libre se yuxtapone, quebrando las barreras invisibles, necesarias para ejercer nuestros derechos plenamente.

Guardar silencio es una verdadera expresión de tolerancia, pero este es un valor que escasea en las palabras de quienes opinan de manera caprichosa, empleando términos soeces para exigir respeto, irónicamente. Decir por decir y señalar sin reservas, en busca de fama o popularidad, motiva hoy día, de manera vertiginosa a los “escritores”,  que atacan generalmente a las figuras públicas como al Presidente de la República, quien diariamente es retratado con nariz de cerdo y tildado de títere; la Alcaldesa de Bogotá D.C., que es señalada por su orientación sexual y sus decisiones al dirigir la capital o de Lina Tejeiro, distinguida por el cambio radical que le ha dado a su estilo de vida; en realidad todos están en un tablero del punto al blanco y cualquiera puede resultar elegido, aun sin ser famoso, un comentario lo puede sacar del anonimato y estrellarlo en las redes sociales.

La cultura o el regionalismo no es algo que justifique a las personas incultas, que desgarran no sólo los sentimientos y las susceptibilidades en general, sino la buena práctica de la amabilidad, la amistad, las críticas edificadoras o las contiendas respetuosas, propias de una sociedad de ideas y estilos diversos. Los diálogos castizos no tienen que ser insultantes, vulgares o irrespetuosos. La jocosidad no faculta a los autores a ridiculizar a sus semejantes, hasta causar suicidios o turbas enfurecidas. La convivencia en nuestras casas, en las aulas, en el trabajo, en los espacios de recreación y en las redes sociales debe caracterizarse por la armonía, la tolerancia y el respecto.  Las palabras empleadas con fines egoístas e infames, entrañan la misma violencia que se vuelva a las calles causando muerte y que se critican.

Quizás pecamos todos, al despacharnos en comentarios que creemos acertados, cuando sólo deberíamos ser espectadores. Tal vez decir algo causa una adicción incontrolable, que nos hace buscar temas, aunque no sean interesantes y convertir el arte de escribir en un verdadero desastre.

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