La ley del talión

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Por Carlos Andrés Salas

 

El término “talión” proviene del latín “tallos” o “tale”, que significa «idéntico» o «semejante». Es un término que se le designa a un arcaico tipo de castigo: la pena no es equivalente sino idéntica al improperio. Es un principio jurídico de justicia retributiva en el cual la norma impone un castigo igual al crimen cometido, el popular: “ojo por ojo, diente por diente”. Ese tipo de justicia retaliativa tiene su origen miles de años antes de Cristo. Hoy ha desaparecido de casi todos los ordenamientos jurídicos del mundo, aunque existen rezagos en países islámicos donde se sigue imponiendo parcialmente. En Colombia, con la Constitución de 1886, se prohibió la pena de muerte, lo que eliminaría de nuestro ordenamiento aquellos principios retrógrados de justicia, o eso pensábamos hasta ayer.

La noche del 9 de septiembre de 2020, el país se prendió en llamas y manchó de sangre sus suelos.   Lo que inició como una legitima manifestación motivada por la indignación de un pueblo al ver morir en manos de dos policías al señor Javier Ordoñez (Q.E.P.D), terminó enlutando otras familias ajenas a lo ocurrido. Al señor Javier lo asesinaron dos policías indignos de tal título. La muerte de aquel padre de familia que suplicó incansablemente por su vida ante la mirada sórdida de aquellos uniformados, es indignante. Ese fue el trágico inicio de lo que se desató en la ciudad capitalina.

La manifestación que inició de manera pacífica, había sido reproducida por todos los medios nacionales. La muerte del señor Javier, como las múltiples manifestaciones, ya hacía eco en el mundo. Los diferentes gobernantes, políticos, y autoridades se pronunciaron, la presión mediática para lograr justicia se había conseguido. Esto no fue suficiente para algunos. La protesta en el CAI donde murió Ordóñez se tornó violenta, lanzaron piedras contra la integridad de los policías que allí se encontraban; sin importar que los uniformados implicados en el crimen habían sido retirados de sus cargos y no se encontraban ahí.

Las arengas se escucharon en toda la ciudad: ¡nos están matando!, gritaban unos, lanzando piedras contra los policías; ¡justicia!, aclamaban otros, mientras encendían las bombas molotov quemando todo a su haber; ¡asesinos!,  señalaban aquellos que a la vez atentaban contra la vida de los uniformados. Los Hammurabi criollos creen ser enviados por Shamash a imponer su ley, la ley del talión, la venganza en propia mano, sin entender la necesidad de una transformación profunda, alejada de estas barbaries: fueron a cobrar sangre con sangre, creyéndose legitimados. Tantos años de avances sociales echados a la basura. Recuerden que los que están colocando pecho por la institucionalidad también son padres, esposos, hijos, y sus vidas importan tanto como la del señor Javier, aunque algunos piensen lo contrario.

La policía respondió estos actos de violencia, con más violencia. No entendieron nada. El desenlace: ocho víctimas mortales, nuevas familias enlutadas, más lágrimas, más dolor, centenares de heridos entre civiles y policías. No nos están matando, nos estamos matando. Responder con violencia ha sido el génesis de todos nuestros males; así surgieron las guerrillas, igual los paramilitares… Un círculo vicioso de nunca acabar. ¿Qué nos está pasando?

La familia de Ordóñez pide calma, y acusan de “oportunistas” a quienes convocan las manifestaciones; porque la respuesta lógica ante ese clamor sería implorar mesura. Hoy parece no importar el sentir de la familia de Javier. Mientras tanto, aquellos vándalos que aprovechan las manifestaciones para imponer la violencia se preparan: compran la gasolina, alistan su armamento hechizo y se saborean con lo que vendrá. Los policías que se sacian con el uso de la violencia enceran los bolillos y aceitan sus armas, para desfogar su ira contra la población. Por otro lado, los encargados del presupuesto público se deleitan con la “inversión” que deberán hacer para reponer lo destruido. Esos que hacen política con la sangre, que bajo la comodidad de sus lujosas casas y desde su celular incitaron la violencia que llenó de sangre la ciudad, se alistan para una nueva faena. Al final, las victimas terminan siendo los inocentes. ¡Qué ironía!

Lo sucedido es aberrante. Los culpables deberán ser castigados con todo el peso de la ley. Señalar toda una institución por los actos de unos pocos tampoco es el camino. Acabar la Policía Nacional es absurdo. Qué se necesita una reforma profunda a la Policía,   posiblemente, pero esa reforma no debe imponerse con sangre, menos aun cuando hablamos  de un cuerpo con miembros que piensan y son capaces de actuar de manera independiente.

Nada justifica la violencia,  ni el derramamiento de sangre. La lucha no debería ser contra instituciones, sexos, razas, etnias, religiones, posiciones sociales o económicas o en contra de ideologías políticas. En este mundo existen personas buenas y otras malas, y estas últimas no son exclusivas de un sector o de otros. Somos más los buenos, aunque muchas veces parezca lo contrario. Mantener la calma mientras se clama justicia, llamar a la mesura a la población, que esto no sea el origen de una nueva violencia que marque nuestra historia.

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